AGITADORAS

PORTADA

AGITANDO

CONTACTO

NOSOTROS

     

ISSN 1989-4163

NUMERO 80 - FEBRERO 2017

Santiago Tlaquetzqui y su Descubrimiento de América (I)

Francisco Manzo-Robledo

EL ORIGEN

               Déjame empezar el cuento allá en el sur en lo que hace muchos años le llamaban la hacienda "Los Naranjos". Allí nació mi padre, Santiago, Santiago el grande, en los tiempos en que todos los de allí nacían con un azadón en una mano y un machete en la otra, listos para las faenas del sembrado y el corte de caña, y así seguirle pagando al patrón la deuda de los padres y los abuelos, y los padres de los abuelos. Era un cuento de nunca acabar.—Muy buenos los patrones...—decía mi padre, moviendo ligeramente la cabeza con su mirada triste en la nada del suelo y después de un rato, con amargura terminaba:—...nosotros jodiéndonos en la labor y ellos divirtiéndose en la ciudad; ni el polvo les veíamos a los cabrones.

            Santiago el grande nació cuando ya empezaba el descontento contra el dictador afrancesado y descendiente de zapotecas. "¡Sufragio efectivo, no reelección!" le gritaban al dictador, años después, y el dictador que no quería dejar la silla presidencial. Había estado tantos años de presidente que hasta se creía excelso:—¿Qué será de mi querida patria sin mí? ¡Denles palo a esos alborotadores!— decía el  eterno presidente rodeado de su círculo predilecto, todos oliendo a perfume francés.

            Años después de haberse iniciado el siglo, las cosas se pusieron calientes: levantamientos violentos por aquí, levantamientos violentos por allá. Que abajo el gobierno del dictador; no, que abajo los ricos porque ellos eran los culpables de todo; que no, que Wilson era el culpable; que no, que gobierno y ricos se hacían pendejos uno con los otros pero que al fin y al cabo eran los mismos; pos entonces, también decían, ¡que chingue a su madre Wilson y que se mueran todos, que carajo!

            Santiago el grande, a pesar de su corta edad, ya era de armas tomar. La vida en la hacienda era cada vez más difícil y miserable; los perros de los patrones comían mejor que los peones.

            Un día entre semana, después del trabajo, Santiago llegó a su casa e hizo lo que nunca hacía: se bañó y se puso el cambio de ropa de los domingos, el de ir a misa. Bajó por el potrero y se fue cuesta abajo para coger la única calle empedrada, La Calle Grande, como le decían.—Ahora sí Santiago, vamos a ver si después de esta movida no te trata mejor el capataz—se decía a sí mismo, acomodándose el sombrero de lado. Llegó a una casa más grande y mejor blanqueada que las demás y dándole la vuelta se metió por el corral. Después de eso no se sabe a ciencia cierta qué sucedió. Unos dicen que el capataz de la hacienda lo había cogido con las manos en la masa (tratando de robarse a la Rosaura, una de sus hijas); otros que no, que eso era puro argüende, que era la esposa la que andaba de alborotagallos y las quería con Santiago. Lo cierto es que a los trece años, Santiago ya andaba de mandadero con un general suriano que se levantó en armas contra el gobierno. Tierra y Libertad era su lema, el lema del general ése, muy bueno el general, lástima que fuera tan confiado.

            —Después de tantas vueltas y vueltas—decía mi padre—si no hubiera sido porque me encontré con tu madre, no hubiera sacado nada de la Revolución. Revolución de pendejos. Nos traían de aquí pa’llá. Primero luchábamos contra las injusticias del gobierno y sus secuaces los caciques, después terminamos haciendo lo mismito que los del gobierno y sus secuaces los caciques hacían: asesinar, robar al que se dejaba, violar a la que se pusiera en frente, ¡bonita chingadera! Nomás los más abusados sacaron provecho; míralos con sus haciendas..., de diputados, de senadores, de secretarios de sindicatos, sus familias con riqueza de sobra. Los demás ganamos libertad para morirnos de hambre y la tierra que nos echan en el camposanto, con eso ahora nos quieren tapar la boca pa'que ya no se diga nada.

            Después de años de destrozos y ruina general a causa de la guerra, las cosas dizque se compusieron. De vez en cuando uno que otro general-cacique se alebrestaba porque no le tocaba buen hueso en el gobierno. Pero de allí no pasaba.—Estos cabrones no me aguantan los cañonazos de a cincuenta mil pesos— decía el nuevo mandamás con nombre de ciudad y calle principal.

            Pasaron los años. Subía el general fulano a la presidencia, lo tumbaban y subía otro; eso se repetía como si fuera desfile militar. "Dime cuánto te apoyan los del otro lado y te diré cuánto duras" decían las malas lenguas, que porque desde allá los masones lo decidían todo.

            Llegó por fin a la presidencia uno que sí supo como hacerle para mantener a su grupo en el poder. Lo primero que hizo fue formar un partido político y meter allí a todo el que tuviera manos para echar unas rayas a la hora de votar; de allí en adelante todos los candidatos a casi cualquier puesto de gobierno postulado por ese partido político, ganaría las elecciones y si por algo perdía, hacían chapuza: se robaban las urnas, falsificaban votos, revivían muertos. Muy democrático todo, mejor dicho bien arreglado. En ese tiempo se respiraba democracia y se compraban los votos con ‘tortas’ de queso y tacos de frijoles, un gorro de papel con el nombre del partido en tricolor y digan que les fue bien cabrones—O votas por mí indio pata rajada o te chingas sin trabajo— decía el licenciado que quería ser diputado en representación del sector popular, campesino, y no sé que mierdas, al obrero. Así nacieron los acarreados.

            Sin ser nada de ninguna nada, mi madre tenía olfato práctico. Las cosas iban de mal en peor, según ella. Lo que ganaba mi padre no alcanzaba ni pa’ frijoles y tortillas, y ya éramos seis los hijos: dos mujeres, cuatro hombres y todos comiendo como el bendito. Mi madre no hablaba mucho, pero cuando lo hacía, había que escucharla. —Mira Santiago, o te vas de bracero y a ver que suerte te toca, o nos morimos de hambre yo, tú y todas las crías junto con todo este chinga’o pueblo.

            En realidad el pueblo de Santiago, el grande, no había empeorado desde cuando él se fue a la bola; siempre había estado mal y cuando regresó, ya casado, mal seguía.

            —Yo no sé pa'que me trajiste a este pueblo mierda— decía la señora.

            —Pos porque la tierra llama— decía el marido. —Pos sí, aquí nací yo y aquí nacerán mis hijos.

            —Bonita me la has puesto Santiago, ya nomás falta que me digas de qué color los quieres. Ya mejor no digas nada porque ya ves que cuando me enojo ni yo me aguanto.

 

EN EL NORTE

            Mi padre tomó el ferrocarril para el norte y después de unos días llegó a la frontera, todo muy legal, con sus papeles en orden, en busca de los apilos de dinero que los que ya habían ido decían que se ganaban en cualquier trabajo.

            Hat in hand, he came into the Immigration office.—Take your pants off!—barked the officer, gesturing appropriately.—Estos pinches güeros; siquiera hablaran como Dios manda—Santiago said to himself. After the physical exam he was taken to a bus outside the building, and there, turning to José Mireles he asked:—Oye, ¿qué, a los gringos que van a nuestra tierra también les revisan las verijas?— José Mireles just shrugged his shoulders and spat on the floor before saying:—¿Y a quién chingao le va a importa’? Hombre, Santiago, nosotro vinimo' a trabaja no a que no' traten como niña bonita; bueno..., por lo meno' no me metieron nada por atrá, que si lo hacen, ¡a la chingada le hubiera mandado su trabajo, no le aunque que me muera de hambre!

            José Mireles was a mulatto, about 6'5", strong and good looking. He was born a San Marqueño on the coast and came to work in order to save money for his marriage. His “future” father in law didn't want to give his daughter in marriage to any desarrapado. —Viejo 'abrón, yo le vo a motra quién mero e Joé Mirele, ya verá cuando regrese con lo bolsillo lleno de dólare, ¡ ni de que soy de color serio se va’corda!

            Nunca regresó para acá, se casó en el otro lado con una mujer de Santo Domingo que ya estaba legal. Con ella tuvo varios hijos y hasta la fecha, allá está—de lo más feliz—dice él.

            At night, in the camp house, the dreams of the workers, in an alien world, would float around: dreams of brick houses, dreams of children with new clothes, dreams of women with new dresses, dreams of going to the plaza, the whole family looking pretty, and dreams of ending misery all together. It was the right time for solitude and melancholy to pound on  the hearts of this rough and toughened men; away from family, away from their world, the only world they knew and Santiago would evoke it from the bottom of his soul, singing his pains to the four winds:

Pero que noches
tan intranquilas
paso en la vida sin ti,
sin un pariente,
sin un amigo,
ni a quién quejarme,
me fui con el fin,
de por allá quedarme,
sólo el amor
de esa mujer
me hizo volver.

            My father was here in the valley for about a year; he never learned the language.—Yo vine a trabajar con los brazos, no con la boca— he used to say.

            I know he suffered a lot. José Mireles once told me that my father would stay in the camp most of the time, once in a while drinking a few beers in the company of his friends during the weekend. He used to send most of his earned money home to my mother in an envelope, and usually without a letter because he didn't know how to write. My mother didn't care much for a letter, I think that in her heart, she knew that my father was healthy, sacrificing for her and for us, as she was sacrificing for him and for us. My mother didn't know how to read either, and she never learned how to do it. —Déjenme con mi ignorancia que ya con las penas que tengo, no me queda lugar pa' más, decía cuando mis hermanas querían hacerla aprender a leer.

            Y sí, la madre, Doña Josefa, por acá también sufría sintiendo la nostalgia mordiéndole las entrañas, pero no lo mostraba. Sus facciones duras de cobre indígena presentaban con heroicidad la cara al mal tiempo o a lo que se viniera. De vez en cuando, muy de vez en cuando, un suspiro medio ahogado asomaba como por descuido, pero enseguida se erguía sacudiendo la tristeza —Váyanse a la iglesia... y... pidan por su padre para que Dios le ayude— decía a los hijos.

Izquierdistas

 

 

 

@ Agitadoras.com 2017